A pesar de pedir las correspondientes explicaciones, las cuales nunca llegaron, Natalia se vio obligada con resignación a ir a ese sitio de 0 atractivo e interés para su persona. Hizo las maletas bastante rápido, pues quería irse de esa casa de traidores loantes posible, ¿Qué iba a hacer en un internado durante nueve meses sin poder salir? ¿A quién se le ocurrió crear ese sitio? Y, lo más importante, ¿Por qué debía pagar ella esa penitencia?

​

Sus padres lo hicieron por miedo, pero no miedo a ella ni a su reacción si se lo contaban en aquella charla en el salón. Miedo a que no fuera una chica de provecho y no explotara todo ese potencial que tenía, por el mero hecho de emplear todo su tiempo en los salones de belleza y en las tiendas de ropa gastándose el dinero que papá le regalaba. Admitían su culpa. Habían convertido a su hija en un monstruo consumista y superficial. Pero no era tarde y vieron en el internado Sáez la cura perfecta para ella. Un lugar alejado de todo en una isla paradisiaca donde no pudiera perder el tiempo en esos hobbies que la estaban nublando el sentido y haciéndola perder la razón. Su niña valía mucho, tenía muchísimo potencial y debía explotarlo en el sitio adecuado. Encontrarse a sí misma y su camino en la vida.

​

En efecto, Natalia siempre había sido una buena chica. No tenía maldad ninguna. Conseguía aprobar todas, era la chica popular de su instituto y la envidia de todo su pueblo por lo guapa y estilosa que era. Hija de importantes empresarios y modelo de varias agencias que competía por tenerla entre sus filas cuando algún vestido llegaba a sus escaparates. Lo tenía todo y ella lo sabía. Pero una cosa no quitaba la otra y Natalia no conseguía ver el fallo.